La persistencia de la canción (Primera impresión #1)

Hubo un tiempo en que todo estaba unido. Y sigue siendo así. Pero no parecemos escatimar en esfuerzos por olvidarlo pretendiendo recordar lo que nunca fuimos, ahogados en un mar de canciones que nos devuelven el sabor de fugacidades sin nombre.
Para desgracia de los diseccionadores seriales, los entusiastas de la etiqueta y los accionistas de la categoría, la música no escapa a esta unión sempiterna. Más aún: toda música posible es un intento por reunir las partes de un todo.
La ilusión de ser entidades separadas, independientes, nos hace anhelar un encuentro idílico. La ilusión de ser entidades. Punto. La música da sobrada cuenta de ilusiones y fantasmagorías y, sin darnos cuenta tarareamos profundos dramas existenciales y bailamos al son de dilemas sin respuesta.
El músico, no importa a qué géneros, estéticas o tendencias pretenda adherirse, no hace más que exteriorizar en líricas recurrentes, artificios armónicos y mixturas relamidas, este idilio inagotable. Siempre está dando vueltas y más vueltas sobre un único asunto. Quiere que su música lo haga volver a formar parte de algo que intuye, pero que no puede recordar.
La memoria es el corazón de toda música.
Sonido a sonido, las perturbaciones del aire nos invitan al maravilloso juego de hilar retazos, habitar vivencias que nunca fueron nuestras, visitar tiempos y lugares que jamás serán de nadie.
Hasta el músico más paisajista y apegado a las bondades de su terruño no hace otra cosa que diseñar atrapasueños universales para desprevenidos viajeros (y sueños desprotegidos). Se trata de demiurgos comandados por la enorme araña del tiempo, tratando de encontrar el camino a casa. Algunos se asoman con particular encanto y otros, con universal desacierto. Pero el abismo se abre para todos.
No podemos precisar desde cuándo, pero sí que estamos empeñados en hilar antenas parabólicas para recordarnos que vivir es una gran falacia y, así y todo, vale la pena. Eso afirman, al menos, nuestras canciones, aún las que tienen esa infantil fijación con la muerte  (ese deseo insaciable de estar plenamente vivos).
La memoria persiste.
Está detrás de cualquier búsqueda que podamos emprender. Sin memoria no seríamos nada. O mejor dicho nadie.
Pero ¿quiénes somos? ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestros recuerdos son verdaderos?
Paradojas que racionalmente no podemos resolver. Sólo podríamos aventurar que la memoria es, en definitiva, más real que la realidad, y que la única forma objetiva de dar cuenta de los sucesos, es confiar en que pasaron o están pasando (que al cabo es lo mismo).
En Blade Runner 2049, K. nos tiende un espejo deforme que refleja todo lo que no queremos ver de nosotros mismos. No tardamos en caer en una trampa. La raíz del conflicto se centra en esa persistencia de la memoria por dotarnos de una identidad, aunque no sea la nuestra.
Con la música nos pasa igual. Toda música es recuerdo,  fugacidad y huida. Siempre da cuenta de algo que no está. Habitamos esa melaza informe a la que pretendenmos conocer y nos resignamos a que nunca sea así.
Sucede a menudo que dos viejos amigos se encuentran, se abrazan, recuerdan bellos momentos y, antes de la despedida, se prometen aquella juntada a comer que, ambos saben, nunca sucederá, pero que les da la esperanza de un mañana, de nuevas alegrías compartidas y aventuras que aumenten el deseo de vivir.
Escuchamos canciones para renovar la promesa de que somos alguien, que no estamos solos; que encontraremos el camino de vuelta a casa.
A lo largo de 30 canciones sugeridas en mi lista por Spotify, descubro, naturalmente, este mismo anhelo, camuflado bajo los más originales ropajes.
Escribí 30 poemas mientras escuchaba cada canción, muchas de ellas por vez primera, otras conocidas de siempre y algunas, de clásicos reversionados.
El resultado, como cabe esperar, atraviesa con insistencia recuerdos idílicos que siempre llevan a la puerta del laberinto, aunque siempre se tenga, como Teseo, la punta del ovillo.

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